Pablo Alfonso
ESCRITOR Y POETA URUGUAYO
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2 cuentos de Pablo Alfonso
En las sombras
El primer efecto que tuvo fue de intenso dolor; sentía una terrible dolencia, que pareció atravesarle la sien, como si le estuviesen hundiendo una varilla de hierro en la mollera. Enseguida le dolieron los ojos, los que pensó abiertos y, ciertamente, los tenía abiertos, pero no podía ver. No podía ver nada. Los cerró y trató de aflojarse. Asistieron los recuerdos a su mente y todo se clarificó. Había quedado ciego después del golpe, y, a los pocos minutos, mientras oía a su derredor el zarandeo del follaje agreste animado por un leve viento, recordó que había recibido un tremendo impacto en la cabeza y algo más… Había perdido el conocimiento. Así había sido. Pero, volvió en sí. Y tenía los ojos abiertos. Y lo comprobó una y otra vez al ir pestañeando, no obstante seguía sin ver nada. Además, ¿dónde estaba? La pregunta se basaba en que no podía oír más nada, sólo aquel leve agite de un follaje. No oía lo que pretendía su cabeza que oyera. No oía nada. Absolutamente nada. El silencio era profundo, misterioso… Lo único que oía era el latir de su corazón. Sólo eso. Comprendió entonces que estaba cuesta abajo en el suelo. Movió sus brazos, palpó a tientas y, poco a poco, intentó ponerse de pie, notando ciertas cuchilladas en su cabeza. En realidad, no eran cuchilladas, eran como pequeños choques eléctricos, fulminantes, que iban descargándose a medida que intentaba moverse. El golpe había movido intensamente su cráneo. Alzó su mano y se tocó la cabeza, y advirtió una herida profunda, pero no de gravedad. Intentó por segunda vez levantarse y no pudo. Pero… ¿por qué no podía? ¿Por qué? Era sólo un golpe… Vino de pronto a su memoria la única persona que bien lo conocía y con quien, seguramente, él había estado anteriormente, y la pensó a su lado.
Nada oyó. Nada podía oír en ese lugar. ¡Cuánto dolor sentía en su cabeza! ¿Y en su pierna?... Resignado ya, al no poder ponerse de pie, se dejó estar tendiéndose en el suelo, y se aflojó, pretendió relajar todo su cuerpo. Momentáneamente consiguió aflojarse, y procuró seguir así, intentando conservar su mente en blanco. Fue como si las agitadas olas del mar embravecido de su cabeza se fuesen apaciguando. El dolor se fue disipando, mansamente, acompasadamente. Unos minutos más tarde abrió nuevamente los ojos, suspiró, y comenzó a recordar lo sucedido.
***
El Tano Redamar había querido sujetar la motosierra y, tirando brutalmente de ella justo en el instante que el frondoso árbol desplomaría, cedió el sujetador y cayó precipitadamente desde peligrosa altura. En ese momento, el Tano Redamar se dio cuenta de todo. Fue apenas como un fusilazo en su cerebro. Él había dejado mal enganchado el sujetador al tronco, y sin embargo, lo sabía. Pero nada había hecho para enmendar el error. ¿Por qué? No tuvo tiempo de enmendarlo. Posiblemente el destino, cual un torbellino de celajes le había nublado su cabeza, asomándose fugazmente. El destino, cual una furtiva mano que empuñaba un delgado y largo puñal, le tiraba un mortal puntazo. Casi rozó el pecho del veterano monteador, pero sin llegar a matarlo del todo. Fue entonces, cuando en aquel infausto instante, otro fusilazo pasó por su cerebro. Fue también, cuando no sintió sus piernas. Tampoco tuvo tiempo de reparar en ello. Porque en aquel momento algo se agitó en su mente; algo se agitó en el interior más profundo del hombre. Algo que pretendió tratar de obviar y no pudo. Quedó quieto, como en suspenso por aquella situación. Y entonces lanzó un grito ronco, agónico, al comprobar que parte del fémur se había desprendido desde una de sus piernas. Parecía como si el aire lo hubiese transportado a un tétrico lugar; como si todo aquello fuera una funesta pesadilla. Y ¡vaya si lo era! Pero el Tano Redamar se dio cuenta de que debía actuar rápidamente. Aplicar a como diera lugar un torniquete y, de esa manera, evitar un desangrado mayor. Se hizo un torniquete como pudo y ya no pudo ver más. Sintió de pronto que sus piernas se resquebrajaban, que le faltaba la respiración. Sintió el mundo entero girando en derredor y, cuando quiso hacer un esfuerzo por recuperarse y recuperar bríos y avanzar, arrastrándose, hacia un lugar más claro, sus energías fallaron del todo y cayó cuesta boca abajo en la tierra que le pareció fría.
***
La luna surgió por encima de los cerros horas más tardes, reflejándose en la inmensa laguna con su irreal refulgencia. Roció las serranías y roció los frondosos eucaliptus del monte; roció, irradiando, fulgurantemente, el camino que da a la entrada del monte; roció también los cristales de la escarcha emplomada tras los que parecían palpitar las sombras de las fieras. Fue la luminosidad de la luna lo que despertó al Tano Redamar nuevamente. Por costumbre, él siempre descorría en estas horas, los cortinajes de su claraboya, sumiendo de esa manera su morada en una casi completa oscuridad. Pero esta noche, sin saber bien por qué, no lo había hecho. A lo mejor porque estaba muy cansado o muy distraído. Pues, no se había acordado de enrollar las cortinas. Y, ahora, de pronto, sentía aquella luminosidad sobre su vista. Una extraña claridad, que le había despertado groseramente, casi a punto de gritar. Miró hacia los supuestos ventanales. Se halló a sí mismo adherido en el camastro, sin saber bien si estaba despierto o nadaba aún entre las nubes de una distante alucinación. En aquel tenebroso cielo, la luna flotaba como en una fantasmal decoración. El resplandor de aquella ingresaba al refugio que creía morar y bosquejaba los alrededores con amargas siluetas. Redamar suspiró, tranquilizado. Se había despertado sencillamente por no estar habituado a recibir semejante luminosidad en los ojos. Sí, había sido eso, únicamente. No había motivos para inquietarse. Durante los minutos siguientes intentó absorberse en las mil distracciones que sus pensamientos le arrimaban. Pensó en su pueblo y en su gente; en aquel ambiente tan lleno de vida, pero sabía, sin embargo, que la muerte lo rodeaba por todas partes. Sabía que estaba lleno de muerte. Y sabía que había sólo una forma de esquivarla.
***
¿Qué hora debía de ser? Había perdido toda noción de tiempo, entre otras cosas. Se tanteó el bolsillo del pantalón en busca del teléfono celular, pero de repente volvió a cortársele el aliento y sintió que se le atiesaban los músculos de la garganta, cuando estuvo a punto de despedir un nuevo y mortificado grito. Todo fue por aquel familiar timbre sonando a cierta distancia. Era un sonido lento, solemne, majestuoso y tétrico a la vez. Un sonido que parecía culebrear por entre el oscuro monte y atravesar la inmensa serranía, penetrando a su vez en sus oídos suavemente. Aparentemente sería aquello algo natural, nada extraño. El hombre sintió que se le había secado la boca. Pues, si el teléfono celular despedía aquel timbre, era porque aún funcionaba y que, seguramente, en la trágica caída había quedado a no muy lejana distancia de donde él se hallaba. Pero… ¿quién podía estar llamándolo a esa hora? ¿Quién? Su mujer no debía ser. Seguramente, Estela, pensaría una vez más que su tardanza se debía a lo de siempre: unos juegos de naipes en algún bar del pueblo antes de llegar a su casa y unos tragos de whisky para mitigar los esfuerzos del día. Debían ser las 10 de la noche, calculó a ojo de águila el Tano. Pero ¿quién más llamaría a esa hora? Su agenda telefónica se limitaba a su clientela y a su mujer. ¡Sí, debía ser Estela!.. Trató por todos los medios de sobreponerse, y con una fuerza casi sobrehumana, ayudado de sus potentes brazos de leñador, intentó arrastrarse hasta el lugar de donde venía aquel timbre. El hombre, por primera vez, sintió temor, un temor cerval y apocalíptico, que le subía por la espalda y llegaba hasta la nuca. Contuvo la respiración. Sintió que sus brazos flaqueaban y se detuvo unos segundos. Le dio horror pensar que sus brazos fallaran, eran ellos el único medio para ir moviéndose; arrastrándose casi de costado, tratando de evitar que se le desarmara el torniquete de su pierna mal herida. Había perdido mucha sangre. Tuvo que pasar un largo minuto de horrible tensión para que se diese cuenta de que su salvación estaba en poder encontrar aquel aparato. Repuesto a medias, pues sentía intenso dolor y sed, avanzó lentamente. Era extraño, pero aquel hombre, rudo, habitualmente ágil y fuerte, no parecía ser el mismo. Fue eso lo primero que notó. Parecía estar ausente de sí mismo. Sentía haber perdido la musculatura de sus brazos. Diríase que no consideraba ser el Tano Redamar, que una fuerza ajena lo dominaba. Que era una especie de muñeco de trapo endeble y subyugado por sombríos impulsos del destino.
Tragó saliva y siguió intentándolo, hasta llegar. Y llegó. Llegó hasta donde se encontraba el teléfono celular, pero el timbre ya había finalizado. Nerviosamente lo tomó entre sus manos y terminó de corroborar a quién pertenecía. Tenía un par de llamadas perdidas de su mujer. Ella no era de llamarlo. No lo hacía con frecuencia. No era necesario. Sin embargo, allí se encontraba su llamado. Y oprimió el timbre en busca de alguna respuesta, pero daba fuera de línea. Insistió reiteradas veces y ¡nada! ¿Estela? ¿Es que su mujer no estaba junto al teléfono?... ¿Habría salido en su búsqueda? Los turbios pensamientos le comenzaron a taladrar la cabeza una y otra vez, sin dar tregua. Redamar llamó otra vez. Silencio. Sintiéndose flaco de fuerzas, y dándose cuenta de que ya no debía perder más tiempo, ni dejarse estar allí a esperar un nuevo timbrazo, porque no contaba con una ayuda, razonablemente, cercana, intentó arrastrarse hasta poder alcanzar la camioneta. El temor le llegó a ir carcomiendo como enjambres su cabeza, nublándosele incluso sus ojos, pero comprendió que no debía seguir con aquella incertidumbre. Por eso resolvió ir hasta su camioneta. Era necesario recibir ayuda médica inmediata. Decidido ya, comenzó su sacrificada marcha hasta el camino de entrada al monte. Este se encontraba iluminado por la fantasmagórica luz de la luna. El resplandor reflejaba las ventanillas de la camioneta, que se encontraba a un par de cuadras. Pero todo a sus espaldas, ese fondo que en pavorosa quijotada iba dejando, era de una aterradora negrura. Sudando a mares y casi agotado, llegó al camino. Lo encontró sumido en un chocante silencio. Todo aquel paraje siempre había sido secreto, tácito, inmutable. En un día de normal labor, aquel sitio daba una profunda sensación de paz. Pero… ¡no tanto! Ahora parecía como si incluso las briznas de los pajonales y las achiras hubieran dejado de moverse. No se oía el susurro del viento en la copa de las acacias. Normalmente era aquél un sonido al que no echaba de menos, pero su falta producía como una sensación de azoramiento. Tampoco se veía ninguna luz en las distantes casas del pueblo, a kilómetros de aquel paraje. Era como si todo allí se hubiera transformado, de pronto, en un sepulcro. ¿Todo el mundo se había acostado más temprano de lo habitual? Incluso no distinguía la potente luz del bar del cual era habitué. Se detuvo a unos 80 metros de alcanzar su camioneta, vencido, sin fuerzas. No se atrevió a continuar. Se detuvo y, mientras recordaba uno a uno los infaustos acontecimientos, se dejó caer, cual un soldado en campo de batallas. Tal vez era mejor aguardar allí y, después de recobrar fuerzas, salir de la intemperie, resguardarse al abrigo de algún matorral y más tarde alcanzar el vehículo que lo pusiese a salvaguardo. Tal vez… La luz de la luna seguía iluminando macabramente todo el lugar. El silencio parecía hacerse más angustioso, más impenetrable cada vez. De pronto todo sonido acabó. Sintió como si el mundo dejara de existir, como si él se encontrase de repente en un ataúd. Hasta que aquel silencio fue desgarrado por el sádico aullido de un lobo…
El extraño caso de la guitarra ahuyentadora
¡El "Carpincho" Pereira!, gritó el maestro de ceremonias, y 200 pares de manos aplaudieron a más no poder. Poco a poco, con la majestuosa capacidad de un gran concertista que estuviera presente en el Solís de Montevideo y no en un boliche de San Carlos, el mediocre guitarrista se fue irguiendo sobre la platea hasta ponerse de pie, y luego de agradecer al publico por los aplausos dispensados, comenzó a ejecutar desde una cómoda silla su apreciado instrumento; él y sus fans frente a frente. No comenzó hasta intentar "afinar" algunas cuerdas. Desde allí, a cierta altura, dominaba las atentas miradas de los presentes. Adornaban el escenario algunos globos, ramilletes de flores y ciertos murales de paisajes gauchescos. En las primeras filas de sillas y mesas, junto al escenario, 7 jóvenes se perseguían en un círculo infinitamente investigador con sus curiosas miradas, al mismo tiempo que un veterano vestido a la moda antigua, sentado también junto al escenario, arengaba acompañando al artista y al son de las cuerdas. Era una cálida tarde de Carnaval. Mi reloj marcaba las 19 horas y el sol aún alegraba el firmamento.
-¡Bravo! ¡Arriba Carpincho! -, rugía la muchedumbre en aquella víspera del viernes de cenizas. Inmediatamente después, la gente formó en torno del escenario un corro de danzantes que saltaban y brincaban, mientras coreaban las conocidas canciones que el guitarrista ejecutaba. Más tarde, ya en la madrugada de otro nuevo día, el lugar quedaba vacío. En aquel lugar fue en el cual conocí al Carpincho Pereira. Era un veterano de unos 34 años, desgarbado, tenía los modales propios de un hombre culto de campo y, a pesar de que era un fanático de la guitarra, no era buen guitarrista, apenas tocaba aquel instrumento con creces; pero lo parecía. La segunda vez que me encontré con el Carpincho fue en la zona rural de Aiguá, en el norte del departamento de Maldonado. Fue en un campamento de limpieza de montes. Allí se habían visto muchos jabalíes y, aunque nos esmerábamos en tener limpio el lugar quemando la basura y restos de comida, no pasó mucho tiempo antes de que el olor de está atrajera a un jabalí. Después de sus primeras visitas, experimentamos distintas tácticas para alejarlo: recogíamos todos los restos de alimento, echábamos a andar deliberadamente nuestra moto-sierra, poníamos música a todo volumen y disparábamos al aire el rifle que habíamos llevado para protegernos. Nuestros esfuerzos no tenían un efecto duradero, pues el animal siempre regresaba. Sin embargo, el problema se resolvió cuando uno de los miembros contratados por el jefe de cuadrilla llevó al campamento su instrumento musical: El Carpincho Pereira. Después de la noche en que interpretó variadas canciones en guitarra y voz, jamás volvimos a saber del jabalí.
Bibliografía:
Pablo Alfonso
Nacido el 17 de febrero de 1970 en San Carlos, Dpto. Maldonado, UruguayHa integrado varios talleres literarios y ha colaborado en diarios locales.También han sido publicadas sus poesías, junto a las de la Editora y Escritora española: Mª Dolores Alonso Casañ, editadas y llevadas al papel y en PDF. El libro lleva por título "Un viaje a los cinco sentidos" y ha tenido, por gracia de Dios, una formidable acogida dentro de la Crítica Literaria.
Parte de sus poemas y cuentos han sido publicados en editoriales de renombre: por ejemplo Dunkan, Sudamericana, Trilce, entre otras. Forma parte de varios libros colectivos; entre ellos: “¿Por qué poesía?” (Editorial Dunken), “Maresia” (Editorial Dunken), “Maldonado te cuento” (Editorial Intendencia de Maldonado) cuentos, etc.
Forma parte de la Red de escritores en español:http://www.redescritoresespa.
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Anónimo
28 Apr 2019 - 01:20 pm
Muy buenos ambos cuentos, pero el primero está más trabajado y te atrapa